Tuesday, December 21, 2010

La orden del General

A pesar de la experiencia del General Altamirano su instrucción nos hizo desconfiar un poco de él. Durante el trayecto que hicimos a caballo desde el puente de Alvarado hasta las torres de Valladolid, pudimos verificar que, efectivamente, el camino no era del todo fácil, que las corrientes de aire se incrementaban poco a poco, y que incluso llegaban a formar pequeños remolinos de tierra y hierbas secas en la pradera descubierta de arboles o matorrales, La temporada de lluvias aun no llegaba, y la tierra, si gritara, lo haría al cielo por pedir un poco de agua para sanar sus secas heridas y alimentar a todos los seres que se nutren de ella ya sean estos vegetales o animales, pero aun así, nos pareció en ese momento que la orden del General Altamirano era desatinada. -Hagan caso- nos gritó, y unos más por miedo que por convicción lo hicieron, los otros confiaron en la decisión de quién se nos señaló como un experto y a quien confiaron nuestro arduo camino. –Cierren los ojos si quieren ver- Al dar la orden el General todos lo creímos loco, y durante cinco segundos que dura la eternidad se pensaron muchas cosas, ¿Cierren los ojos si quieren ver?, ¿A qué se refiere?, Seguro que esto es una broma de militares o algún tipo de engaño o treta, Que extraña paradoja, que tipo tan raro el General Altamirano a quien confiaron nuestra seguridad. Pero el General hablaba muy enserio, más que una paradoja era tan sólo un enunciado mal enunciado, el General debió aclarar, aunque a esos militares no les gusta aclarar sino simplemente dar órdenes, el tiempo gramatical al que se refería en su enunciado. Quizá hubiera bastado con algo así como, Cierren los ojos ahora, si quieren ver después, Pero en un momento de peligro, uno no piensa en lo que dice, simplemente habla intentando abarcar con escasas palabras el objetivo primordial, el significado final, De la forma contraria todo hubiera sido más comprensible y no hubiese resultado un enunciado enredoso para todos que incluso nos hizo dudar de su cordura. Y es que justo en ese momento el General vio, con ojos expertos del viajero acostumbrado, lo que nosotros, citadinos empedernidos con sentidos demasiado refinados para funcionar en la naturaleza éramos incapaces de ver, una enorme bola de fuego ardiente y quemante que se alzó frente a nosotros desde la tierra unos metros más adelante, y que nos quemó a distancia las pieles y nos hizo hervir los ojos, Los caballos que montábamos se quemaron también con el sólo calor abrazador que nos envolvió por unos cuantos segundos y se alzaron violentos tirando a sus jinetes al suelo. La bola de fuego se elevó al cielo convirtiéndose en una nube negra y violenta que desenvolvía sus entrañas sobre nosotros como un par de gigantescos cuernos negros y retorcidos. Tardamos varios minutos en recobrar la calma, en saber que estábamos fuera de peligro y que no había heridos mayores más que el mismo General Altamirano que tenía la piel roja y despellejada como si se hubiera quedado dormido bajo el sol, y otros jinetes que, montando a su lado y habiendo recibido el impacto directo del calor abrazante, habían sido expulsados por sus caballos y habían aterrizado sobre sus propios miembros lastimándolos, Nos incorporamos y comenzamos a preguntar, sobre todo a las mujeres, si se encontraban bien y en situaciones convenientes para levantarse. -¿Qué sucedió General?, ¿Qué demonios fue eso?- El General, a quién parecía importarle más la seguridad de su comitiva que su propio bienestar respondió, -Son los cuernos del diablo, aparecen muy raramente en este valle cuando uno menos se los espera, surgen de entre las rocas sorpresivamente y por lo general son percibidos a larga distancia, pero ahora pareciese como si el diablo en persona quisiera, por alguna razón, impedir nuestro camino-. Varios viajeros, por el puro instinto, juntaron las manos y comenzaron a rezar, muchos otros se echaron una bendición, y hasta varias, la minoría que constituye el resto tan sólo abrió las bocas y los heridos ojos lo más que pudo. La comitiva se alzó, le limpió y se incorporó de nuevo sobre los lomos de los caballos que tardaron un par de minutos en ser tranquilizados, Uno al final de cuentas no puede permanecer congelado como un erizo sin moverse ni hacia atrás ni hacia adelante, es necesario siempre seguir sin importar los peligros que estén por venir. El general ordenó, -Avancemos antes de que caiga la noche-. Y la comitiva prosiguió, Quizá sea irrelevante mencionarlo, pero varios se lamieron las pieles quemadas y se frotaron los ojos hasta que comenzaron a lagrimear incesantemente. La brillante luz de la gran bola de fuego quedó en varios, sobre todo en los caballeros que lidereaban al grupo, grabada permanentemente en sus retinas durante todo el viaje, y patético pero cierto, el joven Ignacio Loyola comenzó a comportarse como un niño maldiciendo el camino y al mismo general, diciéndole que se quedaría ciego y que nunca más podría ver de nuevo a sus hijos y a su mujer. Los cuernos del diablo se quedaron más que en las retinas, grabados en las mentes de todos, ese inmenso par de remolinos torcidos levantándose sobre la cabeza de la pequeña multitud arrojada al suelo por los caballos. El camino, animoso hasta ese entonces, llenos de charlas y de pláticas sobre negocios, comida, viajes y superficiales comentarios y risas, se convirtió en uno callado, agitado y temeroso a cada sonido inesperado que se producía, el resto del viaje fue de cierta manera tortuoso pero sin mayor eventualidad que la del viejo Lucio Vega que se orinó sobre él mismo y sobre el caballo a pesar de toda su vergüenza.

Al día siguiente, todos contaron a sus esposos, esposas y parejas el acontecimiento increíble en el desierto, pero ninguno supo, ni se enteró jamás, que todos y cada uno de los cónyuges y compañeros sentimentales, estuvieron justo en el momento del incidente en el desierto en el lecho de un desconocido.

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