Tuesday, June 12, 2012

Tratado invidente sobre la publicidad

Caminaba inmune al entorno por las calles. La sombra que de él se desprendía se había extendido hasta cubrir la totalidad: su amplio y nocturno universo. Había aprendido a amar lo que no estaba ahí para él; en vez de un consecuente temor a lo desconocido logró hacer las paces con el misterio de lo que, desde hace mucho, le era negado. Él era un ciego, y como prisionero en cárcel que cubre una larga condena y que con el tiempo se hace sabio, el ciego había aprendido a tolerar el silencio, a contar las horas y guardar el tiempo en su cabeza haciéndola un exacto reloj biológico, a reconocer su propia voz y a alimentarse de sonidos cada vez más nítidos y descriptivos; sembró una y otra semilla de tal o cual pensamiento o idea, y éstas hicieron blanco en tierra fértil produciendo rápidos y exuberantes frutos. Al pasar del tiempo, las semillas de pensamiento se convirtieron primordialmente en colores vagos poblando como neblina difusa la oscuridad, después se transformaron en luz de velas irradiando un poco más de claridad revelando formas más definidas y colores más intensos, pero aún tenue y fácilmente extinguible por el viento, pero muy poco después el caudal de pensamientos en su cabeza se transformó en potentes lámparas con incandescente luz chorreándose sobre imágenes precisas a todo color y de movimiento continuo. Las visiones en su mente llegaron a entrelazarse rápidas como tropicales enredaderas que, provistas de nutrientes infinitos, suben las cuestas de los árboles, de los muros, las rejas, los postes y cualquier pendiente a su paso con extrema velocidad; tal como si a la ciudad de Río la invadiera de repente el exuberante Amazonas y la ahogara en verde esmeralda y esencias clorofílicas. Caminaba invulnerable bien digo, porque los gritos de la publicidad no lo llamaban a él, no decían su nombre ni tiraban de las mangas de su camisa o pantalones; las luces que chillaban intermitentes por la calle no llamaban de ninguna forma su atención. Nada estaba ahí para él, nada tenía el poder de ocupar su mente y distraerla de visiones mucho más originales y placenteras. El ciego así, se evitaba la dura pena de caer presa de formas y colores vacíos. “Disculpen que yo vea más que ustedes” se decía el ciego pensando en los demás, en los que tienen ojos, en los que ven pero tienen la vista atrofiada. “Sea mi ceguera un antídoto a las letras e imágenes que enajenan como plaga las mentes de los demás; que se adhieren como líquenes sobre las rugosas superficies de los cerebros y lo ahogan sin remedio en una marea de basura icónica; sea mi ceguera la muralla China que defiende mi mente y que la permite concentrarse en una dulce meditación que me resulta benéficamente analgésica”. Y es que sólo el ciego, entre la multitud de los ciudadanos de aquella villa, caminaba aún por las calles de una ciudad infinitamente más bella. Para él las flores del jardín aún llenaban de colores la avenida, la pintura de los edificios estaba intacta y emitía una luz fulgurante rebotada por un Sol omnipresente, los balcones estaban llenos de amantes, plantas y pequeñas mesas con sillas para tomar el té, leer o jugar dominó, ajedrez o cualquier otro deporte intelectual. Habiendo construido este mundo de formas, luz y movimiento a partir de oscuros cimientos éste ciego se sentía un héroe y experimentaba una cierta afinidad con Narciso; un vínculo desdibujado de familiaridad; siempre gastando su tiempo en él mismo y adorándose, aquél por decisión propia mirando su reflejo en el espejo, y éste por la condición de su ceguera contemplando la sabiduría acumulada en la caverna oscura de su mundo. En fin, el ciego aprendió a exprimirse el fruto de la autoestima encima y empaparse de los beneficios de ella. A pesar de su condición física capaz de bloquear los embates del entorno, el ciego no dejó de percibir información del exterior,  leer y de alimentarse también del código escrito, pero en el mundo del braille no existe la publicidad. Las sensibles manos, que expertas en descifrar hoyos, muescas y demás accidentes en las superficies van directo al grano de la literatura. Queda, como responsabilidad del lector, escoger el tipo de lectura preferible, pero resulta más fácil separarse de la basura y evitar las distracciones. La publicidad en braille sería ridícula e impráctica, muy deficiente dada la naturaleza de un mercado restringido y de una minoría que en la sociedad se toma como intrascendente. Los ciegos, no marcan la diferencia en éste mundo, en esta civilización visual, y por lo tanto no hay publicidad para ellos que sea relevante. No hay diferentes tipografías en braille más allá de hoyos o relieves, y los colores simplemente no existen, así que el producto no está estilizado ni adornado, y queda a cargo del lector el crear las imágenes adecuadas que den sentido gráfico a lo leído y produzcan el humano efecto de la imaginación.


Un día, así tan iluminado y radiante como todos los demás, nuestro ciego, que se ha vuelto un poco nuestro a partir de que hemos descubierto un poco de su mundo y explicado sus procederes mentales, caminando sobre las baldosas de ladrillo rojo, más intenso para él que para los demás, y sin percibirlo sino hasta después de un largo minuto, comenzó de repente a flotar a la altura de las copas de los árboles. Inmerso en una especie de torbellino de ideas, imágenes y bienestar experimentó un placer absoluto, un amor desbordante por todo y todos los que lo rodeaban, una alegría suprema y estable alcanzada por años de contemplación y sabia paciencia. Su cuerpo se sintió de pronto más ligero, su corazón en extremo fuerte y saludable, su cabeza inmersa en el éxtasis de la ecuanimidad. Por instantes lo entendió todo, lo supo todo, se esclarecieron todos los misterios y se resolvieron todos los enigmas, el cosmos infinito se volvió sondable y todo fue tan fácil de entender. El ciego, suspendido sobre las cabezas de gente que creía estar viendo un milagro, sobre señoras que habían dejado caer al suelo sus bolsos llenos de comida recién comprada para persignarse tres o cuatro veces, sobre perros que frenéticos ladrando se jaloneaban las correas de las cercas a las que los habían atado, sobre los jóvenes que se cayeron de las bicicletas al dejar de ver al frente y fijar la vista arriba y de un auto que chocó contra una banquita del parque, se dijo en voz baja a sí mismo pero en voz fuerte al Universo. Precisamente porque no lo veo es que lo creo, porque mis ojos me blindan y me protegen de la realidad, porque lo que se vuelve verdadero es lo que yo sé, porque las leyes físicas del Universo están a mi merced, porque a las almas de este mundo les pido sincero perdón y les doy las más honestas gracias, porque lo amo y los amo a todos.


Unas gaviotas pasaron volando rápidamente, un semáforo se puso en verde, un tomate dejó por fin de rodar al chocar contra la banqueta del otro lado de la calle, una pareja de novios se apretó muy fuerte de las manos y el ciego lentamente descendió y puso los pies suavemente sobre el suelo; la gente lo miró como el adolescente que por primera vez conoce el milagro de ver a una mujer desnuda frente a él invitándolo a unírsele; las señoras desconfiadas recogieron sus tomates de suelo, un joven levantó su bici y se sacudió los pantalones, los perros recibieron un regaño de sus dueños para hacerlos callar, un conductor impaciente sonó su bocina para que el de enfrente avanzara. El ciego, en un delicioso letargo, continuó su camino por la ciudad más hermosa de éste planeta, la gente se olvidó de él y él se acordó de que a una cuadra de ahí lo esperaban sus amigos a comer.