Tuesday, December 21, 2010

La muerte de Alejandro Yáñez

Faltaba poco para que la marea rasgada y turbulenta que formaba la niebla en el cielo rozara la superficie enmarañada de los cerros. Las plantas que ahí había no dejaban de olear sincronizadamente a completa disposición de los volubles vientos; algunas gotas de agua, casi congeladas, pesadas y vanidosamente cristalinas, se dispersaban aquí y ahí como si fueran regadas por acción de una mano gigantesca escondida tras la infinita y remolineante manta de niebla. ¡Conspiración, estoy seguro! Un hombre muerto con las piernas enredadas, evidentemente un campesino, había pasado sus últimos minutos sobre la faz de la Tierra a causa de un golpe mortal en la cabeza, sus ojos abiertos hacia el cielo no habían aún perdido su brillo y eran espejo de la blanca y endemoniada marea nebular, El único movimiento adjudicable a él era el aleteo de la solapa de su sombrero atrapado bajo el peso de su cabeza. Horas atrás la sangre ya se había dispersado colina abajo y finalmente había terminado por filtrarse en las porosidades de la tierra negra y poderosamente fértil de esos laberintos serpenteantes de roca y vegetación, que se encontraban escondidos en una región casi inaccesible de los, de por sí inexplorados, cerros del norte de la llanura de San Agustín, donde se encontraba enclavada la población de Jauja. Aparte de ese característico lenguaje del viento cuando se enfurece, construido de artículos ululantes, predicados aulladores y verbos que retumban como cien jaguares peleando dentro de una catedral, se escuchaban aplausos, muchos aplausos, aplausos dispersos por el todo el cerro que comenzaban y se detenían, que se detenían y volvían a comenzar, sobre lo alto de un peñasco, detrás de un montículo de rocas, ahora cerca, ahora lejos, desde atrás y hasta el fin del horizonte perdidos detrás de la niebla, y también, varios al mismo tiempo, para después callar y tras unos momentos comenzar de nuevo una horrenda sinfonía de aplausos. Pero quién o quiénes pueden tener un humor tan negro como para aplaudirle a un muerto, con qué sarcástica razón carente de toda gracia, con qué falta de piedad y de respeto. ¡Conspiración repito!, ¡asesinato!, horrendo asesinato.

Se contó en el pequeño poblado que ahí en las perdidas alturas de los cerros se había extraviado, o en el peor de los casos había muerto Alejandro Yáñez, no había regresado desde la tarde anterior cuando había salido a pastar con sus ovejas y había dejado en extremo pendiente y ahogándose en lago de lágrimas a su mujer y a sus dos retoños, como él mismo les decía; todas sus ovejas exceptuando una se habían encontrado dispersas en las faldas de los montes, por lo que se intuyó que al escapar ésta del rebaño principal Alejandro Yáñez había pensado en ir en su búsqueda y había caído por algún peñasco o sido atacado por alguna fiera, quizá tan sólo le había agarrado la noche y había decidido resguardarse entre matorrales o dentro de alguna cueva que le protegiera de la tempestad del día anterior, posiblemente estuviera ya de regreso cojeando con alguna pierna malherida y todo quedara en un gran susto y en una aventura que contar a sus familias y al resto de la comunidad, pero mientras esto no sucediera los jóvenes más valientes y fuertes acompañados por los hombres más experimentados en los andares y conoceres de los secretos de los imponentes cerros, se habían alistado en la mañana, habían sido protegidos con armaduras hechas de entretejidas bendiciones de tías, hermanas, abuelas, esposas, novias e hijas y se habían puesto en marcha siguiendo el sendero que, después de un consenso general se decidió, era el más probable de haber sido utilizado por Yáñez según la localización previa de sus ovejas dispersas. El grupo se concentró en el seguimiento preciso de la técnica de avanzar unos cuantos pasos mientras gritaban llamando a Yáñez y después detenerse completamente en absoluto silencio para intentar escuchar alguna indicación que diera con el campesino extraviado, o en su defecto, con la oveja equipada con metálico cascabel, motivo por el cual se explicase también la probable cercanía de su dueño. Los ojos bien abiertos complementaban la maestría de la técnica utilizada, el grupo se detenía para escuchar pero también para observar; se supo, gracias a la buena memoria de la esposa del desaparecido, que llevaba al momento de su salida una manta medio mugrosa, pero de cualquier forma amarilla, sobre el pecho y la espalda, lo que podría facilitar, de alguna manera, su distinción cromática de un fondo construido de diferentes tonalidades de verde y lleno de sombras proyectadas por árboles enormes y elevados peñascos de rígida y filosa roca. Los hombres avanzaron, cubrieron senderos enteros rodeando colinas y cerros de menor tamaño, subieron y bajaron sendas imposibles de alto riesgo, lodosas y resbaladizas, más de uno se puso un buen golpe, pero la comitiva continuó y Yáñez seguía desaparecido; las noticias que cada hora llegaban de algún mensajero que bajaba y subía de los cerros informaban de su ausencia y de la creciente desesperación de su familia, y el cielo se desesperaba también.

¡Ay mi Virgen Santa de la Jauja!, si en las ciudades hay rascacielos estos cerros son rascanubes; varios se tuvieron que regresar, no por falta de hombría, frío, miedo, cansancio, o por simples ganas de estar en casa tomando una borcha caliente junto a sus familiares, sino tan sólo porque la altura causó estragos en sus óptimas respiraciones y por lo tanto cortó de golpe el vital alimento sanguíneo que el cuerpo necesita. Se produjeron desmayos involuntarios y también, aunque hay quienes dicen que no, uno que tan sólo fingió desmayarse. Y pues así, siguiendo las oraciones que nuestros padres les enseñaron y que ahora ellos enseñan a sus hijos, estaban a punto de decidir la marcha atrás: ¡Virgen Sagrada de Jauja! Detén con tu aliento la fuerza polar de las nubes traicioneras, protégenos con tu manto celestial del vaivén vegetal que cubre el fin de peñascos altos y mortales, envuélvenos con el campo de fuerza de tu mirada de los peligros de las bestias salvajes, y otórganos por un momento la luz de tu etérea aureola para iluminar nuestro camino. ¡Escuchen!, dijo uno de los hombres… El sonido era muy tenue pero definidamente claro, se trataba de un objeto metálico, precisamente del cascabel de la oveja perdida; caminando de prisa e intentando hacer el menor ruido posible se adentraron aún más en la espesura del cerro en dirección hacia donde sus oídos dirigían sus miradas, se detenían, reajustaban su dirección y nuevamente se ponían en marcha, unos hombres equivocaron el paso, subieron por alguna ladera y tuvieron que descenderla para hacer una corrección, el asunto se había vuelto una cierta competencia por ver quién de todos encontraba a la oveja primero; los hombres siempre serán niños después de todo, y llegaron al punto, tanto físico como de planificación, en el que un gran muro de roca y musgo se anteponía a su paso y sólo una estrecha abertura, una grieta diminuta se abría tímida ante su mirada y pronunciaba levemente el tintineo metálico del cascabel; varios hombres tuvieron que quitarse las mochilas a cuestas y dejarlas de ese lado del gigantesco muro de piedra para poder pasar, los hombres más gordos estrecharon sus abdómenes y se comprimieron lo más posible para entrar en la minúscula ranura pétrea; al fin del otro lado, se sacudieron polvos, se salivaron raspaduras y los gordos volvieron a su estado normal; aguzando el oído pudieron escuchar nuevamente los golpecitos metálicos e incluso percibieron ya el balido del animal extraviado, rápidamente se dirigieron cerro arriba, a cada paso las nubes parecían acercarse y la vegetación se volvía un poco más escasa, no faltaron muchos minutos para por fin un hombre, al que todos calificaban de un poco torpe, divisó entre los matorrales a la escurridiza oveja; llamó a sus compañeros ruidosamente y la oveja asustada, llena de espinas sobre el cuerpo corrió en dirección contraria un par de minutos hasta que varios de los hombres la alcanzaron y la arrinconaron finalizando por inmovilizarla; ya jadeantes, tanto la oveja como los hombres fueron alcanzados por el resto del grupo, se dieron opiniones, explicaciones y dentro de todo hubo hasta risas, pero ya recobrando la compostura y la respiración se quedaron por un momento en silencio y entonces los escucharon, -Suenan como aplausos- dijo uno, -vienen del otro lado de esa roca- señaló otro, y llenos de intriga caminaron los primeros, mientras los otros ataban a la oveja encontrada; al rodear una enorme piedra descubrieron dos cosas: La primera, el más grande descubrimiento de la flora silvestre en su región, en su país y en el mundo entero, un campo lleno de una planta muy curiosa; a simple vista normal, mediana, como un pequeño matorral, de un verde turquesa y de aspecto brillante; ahora se sabe después de diversos y variados estudios, es inofensiva y con altas propiedades medicinales, pero es en las hojas, que surgen de los tallos horizontalmente, donde esta planta resulta realmente especial, son de constitución carnosa y en el interior tienen abundante sabia y pequeñas semillas rojas, ¡y la forma mi querida Virgen de Jauja!, tienen todas ellas forma de manos humanas y chocan unas contra las otras produciendo sonidos idénticos a aplausos humanos. Ahora se cultivan en la región y se importan a todos lugares del mundo entero, lo que ha hecho que el poblado de Jauja progrese enormemente. No sabemos por qué, pero dicen que los científicos ahora las llaman con el nombre de “Clapios”; extraño nombre para una planta que aplaude, pero a nosotros no nos importa el nombre sino la riqueza que ha proporcionado a nuestra gente. Por cierto, el segundo descubrimiento detrás de la gran roca sobre el cerro, fue el mismísimo cuerpo de Alejandro Yáñez, que había resbalado y estrellado su gran cabezota contra una gran roca de forma groseramente filosa.

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