Monday, September 17, 2012

El velorio de Emilio

Si te asomas lo verás, estará ahí dentro seguro. Te parecerá aún vivo así vestido con ese traje de gala y con las flores en el pecho, como si respirara, como si su vientre se inflara y desinflara continuamente, muy lento, no tanto como para que no sea distinguido, pero lo suficiente como para que te cagues de miedo. Me duelen los pies dice el joven Orestes. Son los zapatos dice el capitán, su papá. En un par de horas te acostumbrarás, son tan sólo para que estés presentable en el funeral. ¿Y el ataúd lo dejarán así, abierto? Si, toda la noche, lo estarán llorando. Una anciana vestida de negro pasa sollozando lentamente a su lado. Pase usted doña Elba. En voz quebrada doblemente, por tristeza y por vejez: gracias capitán. Un pie que apenas se levanta y otro que inevitablemente ya se arrastra se alejan por la alfombra roja que dirige al ataúd. Y si eres afortunado y cuando te acerques todo está en completo silencio lo podrás escuchar. El capitán se espanta una abeja de la oreja, seguro que se metió con las flores que trajeron. El joven Orestes mueve los dedos de los pies dentro de su fino calzado negro mientras piensa. Luego, acomodándose el cuello de la corbata ladea la cabeza hacia el capitán y le pregunta en voz queda: ¿Por qué lo quiso así?. El capitán se afila los bigotes. Era un tipo muy necio y con ideas muy extravagantes, una vez le pregunté: Emilio, ¿por qué no se deja de tonterías y vuelve a escribir con la mano derecha?, Porqué la perderé en unos años y tengo que acostumbrarme a usar la izquierda. Oigan a éste, tan seguro de perder esa mano está. No se ría capitán, yo se porqué se lo digo. Y bien que lo sabía, pues él mismo se la cortaría al cumplir los 26. ¿Por qué lo hiciste Emilio? Estás loco, se te metió el diablo. Porque en éste mundo todos sufren por algo, todos guardan algún dolor, alguna desesperanza, y yo, elijo por lo menos ejercer mi derecho de escoger cuál será mi dolor, y he escogido perder una mano. Entonces estaba loco de remate papá. Que no me digas papá en público, dime mi capitán. Entonces se le había zafado un tornillo mi capitán. Así parecía ser, pero por otro lado todas sus extravagancias se alineaban siguiendo un cierto patrón, sus ideas parecían tener estructura, sus actos al fin de cuentas parecían estar estudiados milimétricamente y sustentados en sabiduría. Ahora hay silencio en el recinto, la abeja camina confiada en la espalda del capitán sin que éste se de cuenta; sólo el crujir del cuero de los zapatos del joven Orestes se escuchan. Ya se me entumieron los pies capitán. Mejor que así se queden, mejor que sientas que no están a que te duelan, como la mano de Emilio. ¿Y qué es lo que el muerto está escuchando mi capitán? Una de esas obras clásicas y larguísimas, un montón de violines y arpas y flautas y violoncelos o violas o como les llamen, una voz femenina creo, música tan extravagante como él, repetida la misma canción una y otra vez, los audífonos bien apretados sellándole los oídos y el volumen al máximo, el IPod en la solapa, así pidió que lo enterraran. Tres metros abajo, el ataúd con lujoso forro blanco de satín abullonado, la oscuridad, la tierra que le cae encima, primero golpeando directamente sobre el ataúd y aplastando las flores y luego volviéndose cada vez más imperceptible. Como si alguien lo escuchara desde dentro. El muerto con los audífonos en los oídos y la música sonando, una y otra vez la misma melodía hasta que la batería muera, preparándole, asegurándole, él decía, un camino placentero hacia el más allá. Una especie de rito mi capitán. Si, algún tipo de ritual mortuorio Egipcio adaptado a nuestra era por medio de un elemento tecnológico moderno. ¡Shhh! Haga silencio mi capitán. El sacerdote ha levantado las dos manos. Oremos hermanos.