Su abuela se la había regalado la Navidad de dos años atrás, no sabía si la había comprado en el mercado local o si la había hecho ella misma, al fin de cuentas ella era una pastora de llamas que de vez en cuando se le daba el hacer algún tipo de tejido con la lana de sus animales, pero eso tendría que habérselo preguntado antes de que muriese el año pasado. De cualquier forma esa era la cobija más abrigadora de todas las que tenía listas para la temporada de frío. Tener ocho años y vivir en una pequeña choza en las estriadas y neblinosas montañas del Perú requiere de buenas provisiones de vestido y abrigo para sobrellevar la temporada fría de éstas regiones. La cobija era tan normal y sencilla como lo pueda ser cualquier producto artesanal, estaba hecha de alguna lana procesada manualmente y directamente del animal. Nada como esas cobijas fabricadas en complicadas máquinas que venden ahora en los almacenes de la capital. Ésta, por su parte, era fuerte, de hilos gruesos que la hacían pesada y estaba impregnada del olor del campo, de la tierra y la vegetación transformada en ese pelo grueso y áspero que crece en los cuerpos de las llamas y que, al igual del de las ovejas, también se llama lana. Había sido fabricada con esmerada paciencia y entretejida con el amor de manos expertas y muy probablemente ancianas, manos seguramente transformadas hace tiempo en una especie de cartón moreno y arrugado en donde cada línea es una larga historia de la localidad donde vivía. A Martín Cifuentes al pasar de los años, le gustaba pensar que la cobija, siempre sí, había sido fabricada por las manos bondadosas de su abuela. En aquél momento, a sus ocho años, la cobija le parecía gigante y le prometía mejor guarida del frío que la choza misma, era de apariencia maternal y suave al tacto, tanto manual como facial, gris claro y adornada con tres pequeñas llamas blancas formadas una detrás de la otra; motivos por demás distintivos de éstas regiones americanas que conservan hasta la fecha algunos tintes de prehispánica ascendencia.
Aquella noche la choza se veía acribillada por lanzas hechas de gélido viento. Las chozas de esa región por naturaleza, por lo menos por la naturaleza montañosa del Perú, están constituidas de un adobe que tiende a proteger con canina fidelidad a sus propietarios del frío y, en su interior, uno puede acercarse a la perfección del calor natural dentro del útero de una amorosa madre; sin embargo, era posible percibir en el exterior los sonidos poderosos del viento, sus rugidos y exclamaciones de furia, los aullidos y lamentos producidos al desgarrarse en las láminas de tejados y rajarse en las ramas de los árboles alrededor. Los animales, tanto domésticos como silvestres, habían corrido a esconderse y seguramente se acurrucaban unos con otros en sus distintas madrigueras, refugios y guaridas, la gente por su lado, había hecho lo mismo resguardándose lo más cómodamente posible en sus moradas, no por más grandes menos modestas que la fauna de la región. Al madurar la noche el cielo se había despejado y el pueblo entero dormía bajo una luz de Luna que habría lastimado los ojos de quien la viera, el viento había cedido al tiempo y ahora todo lo inundaba un perfecto silencio; esa calma absoluta de un momento que se detiene y que no permite que ni una hoja se mueva, que ni un perro ladre, que no se explique ni siquiera el lento arrastrarse de un caracol. El frío, por su parte, había ganado en su capacidad de penetrar entrañas, congelar orejas y detener el movimiento del agua. Fue más o menos en este momento que sucedió por primera vez. Martín Cifuentes, dormido en su pequeña habitación inmiscuido en sueños sobre extintos volcanes cubiertos de exuberante maleza, comenzó en su inconciencia a sentir un frío exagerado, tanto que la maleza de los volcanes en sus sueños se congeló. En un intento por calentarse, su cuerpo comenzó a sudar pesados goterones para aliviar su malestar empapando su frente, pecho y espalda. Súbitamente, en una contorsión extraña, sus ojos se abrieron y su torso se incorporó apenas apoyado de espaldas sobre los codos en la cama, la luz de Luna entraba por las rendijas de su ventana, y en el estado de parcial conciencia o inconciencia que uno tiene cuando se está medio despierto o medio dormido, se dio por fin cuenta de que en realidad y no sólo en sueños, hacía un frío paralizante; la cobija no estaba ahí donde debería estar, cubriendo su cuerpo y protegiéndolo del frío, por lo que se encontró con su propio cuerpo en calzoncillos extendido sobre la cama tiritando de frío; quizá la cobija se habría caído, así que apresurándose a buscarla se asomó por uno y otro lado de la cama pero no la encontró. La luz de Luna entró de repente con mucho más intensidad por la ventana, como si de pronto se hubiera liberado del bloqueo de una pesada nube que hubiera estado estropeando su majestuoso esplendor, e iluminó la neblina espesa que aparentemente llenaba de lado a lado la habitación de adobe. Entonces Martín las vio; tres enormes llamas estaban paradas alrededor de su cama, casi sin moverse, tal como heladas esculturas de mármol, sus ojos negros y grandes lo miraban fijamente, y aunque estaban tranquilas, sin asustarse, como si estuvieran pacíficamente pastando en el campo, tenían un aspecto que denotaba una cierta impaciencia o inquietud; a cada pesada exhalación, que silbaba y hacía eco en la habitación, salía de sus calientes hocicos un denso vapor que se condensaba y desvanecía en el aire, su lana era alarmantemente blanca y demasiado brillante. Martín, instintivamente, no pudo más que llevarse una mano a los ojos para protegerse de tanta luz, y en el instante que a uno le lleva leer la palabra “ya” la habitación se oscureció, Martín se descubrió los ojos lentamente quitándose de encima su propia mano, tan sólo para descubrir que las llamas no estaban más ahí, se dio cuenta de que con la otra mano sujetaba fuertemente una de las orillas de la cobija y entonces se inundó de pánico. Jaló la cobija hacia sí mismo y, con la ahora tenue luz de Luna que entraba humildemente por la misma rendija de ventana, vio las tres pequeñas llamas blancas estampadas en ella. Cerró los ojos fuertemente como para convencerse a sí mismo de que sólo había tenido un mal sueño, y después de unos segundos cayó irremediablemente dormido. La maleza que cubría los volcanes en sus sueños nunca fue más densa y exuberante.
Lo que había estado inanimado ahora se mostraba lleno de vida y movimiento, el Sol cubría el panorama y se sentía un delicioso calor primaveral, la gente se mostraba como de costumbre bulliciosa y una vieja canción popular se elevaba desde una estropeada radio que hacía sentir que la música estaba en blanco y negro. A lo lejos había un rebaño de llamas como el que su abuela solía llevar a pastar, Martín las observó por largo rato mientras desayunaba sentado en un madero labrado en forma de asiento tomando el Sol, ninguna de ellas era tan grande como las que había visto entre sueños la noche pasada, además, ninguna era tan blanca como aquellas, todas mostraban un blanco bastante sucio que más bien era un color paja, o bien, cualquier otro tipo de pelaje de distintos colores y tonalidades. Por la mañana se había levantado más temprano que de costumbre con el deseo secreto de encontrar una puerta abierta que explicase tres llamas en su habitación durante la noche, entonces sí se reiría de sí mismo y reclamaría con justificada voz: -¿Quién dejó la puerta abierta?, tres bestias entraron ayer a mi cuarto y me pegaron un susto de aquellos.- La situación quedaría en broma, sus padres y sus tres hermanos mayores se retorcerían de risa y después pagarían las consecuencias con algún tipo de travesura. Contraria a esa predeterminada y apresurada idea, el pesado madero que servía de tranca para la puerta dormía pesado y cínico sobre las argollas de metal incrustadas en la pared. Ninguna posibilidad de atravesar esa puerta, mucho menos siendo una llama, parecía probable. No es bueno desayunar con un pesado sentimiento de miedo en el estómago. Hay que recordar que tener ocho años no lo provee a uno todavía, de un estómago fuerte que resista con eficacia ésta y otras preocupaciones que conllevan el vivir en éste mundo.
-¿Qué te pasa Marti?, tienes una carita más pálida hoy, ¿porqué no has ido a jugar con Silverio y Joaquín?, ¿te peleaste con alguno de ellos?- Responder elevando los hombros y con un simple “no” a veces está justificado, -Mira que son buenos chicos, el otro día hasta le ayudaron a tu papá a llevar los leños al depósito-, -Ayer soñé con cosas-, Y llevando una mano juguetona al pelo del chico la madre continúa, -Ay Marti, ¿pero qué clase de sueño fue que te tiene así?, ¿No será que Amandita te trae de los huevitos otra vez?,- -No, ayer en la noche me levanté de repente y clarito vi tres llamas ahí, metidas en mi cuarto.- Perdonen la falta de onomatopeyas para describir el sonido estrambótico de la carcajada que soltó la mamá de Martín, -¡Ya ves mamá, ya ves!, ¿cómo quieres que luego te cuente de mis cosas si luego te acabas riendo de mí?- Y también las mamás, a manera de perdón, algunas veces y de alguna forma, intentan retractarse. –Pero si no me burlo de ti Marti, tan sólo que pensé que la idea de tres llamas en tu habitación era graciosa, pero ahora que lo dices yo también me asustaría, quítate ya las manos de la cara y salte a jugar; seguro que te comiste algo pesado ayer en la noche.- Y a manera de quien encuentra la justificación perfecta la mamá de Martín recuerda, -¡El pescado con papas!, fue el pescado con papas que te comiste ayer en la noche, yo tuve que tirar el mío porque le sentí un olorcito extraño, a lo mejor hasta te cayó mal a la panza, ¿No has vomitado?- -¿Y para qué me tientas la frente si me estás preguntando si he vomitado?- -Porque los males o los bienes del estómago se reflejan también en la cabeza o en otras partes del cuerpo, no ves que dicen que a un hombre se le conquista por el estómago-. -¿Y a una mujer cómo se le conquista?-, -¡Ja!, sabía que algo tenía que ver con eso; bueno, para conquistar a una mujer primero que nada no le cuentas que estás asustado porque viste tres llamas en tu habitación a la mitad de la noche; creerá que estás loco.-, -Pero si te digo que sí las vi, estaban ahí al ladito de mí, paradas alrededor de mi cama y viéndome como locas-, -Bueno, bueno, no me hables así y ya mejor olvídate de eso y vete a jugar que ya se te acaban las vacaciones-. Martín por fin rinde el extraño sabor de boca que venía sintiendo desde la noche pasada y decide hacerle caso a su madre, se levanta de un buen brinco que acaba por sacudir el sentimiento negativo y se aleja corriendo por la calle. A la mamá de Martín se le inundan los ojos de nostalgia, quisiera volver a tener la edad de su hijo y jugar también; ¡cómo pasan los años, cómo crece su hijo más pequeño! Pronto dejará de asustarse por pesadillas absurdas y llevará a cuestas cosas más importantes para hacerlo.
Y bien, ya está de nuevo Martín en su cama bajo la pesada cobija y bajo las figuras de las tres llamas blancas estampadas en ella, siente que está en una posición vulnerable que le hace pensar en la noche pasada. –No me jueguen bromas esta vez- Martín les dice en su cabeza a las llamas de su cobija. Se ríe de sí mismo; hoy ha sido un día largo y ha estado jugando mucho, la historia de las llamas ya está casi borrada de los acontecimientos recientes y todo es paz y tranquilidad de nuevo; un día más lo separa de la escuela y es momento de pensar en otras cosas más relevantes; en qué útiles tendrán sus papás que comprarle, a qué equipo de fútbol se incorporará para el torneo de verano, y después pasa varios minutos pensando en Amanda; quizá esta vez sí se decida a plantarle un beso. Martín ha cambiado el sentimiento negativo de las llamas, por el mucho más positivo de los labios rosas y delicados de Amanda, el aroma que se desprende de su pelo negro y ensortijado y sus piernas asomándose bajo su mini falda blanca. Así pues, acariciando con dedicación su sexo, se queda dormido debajo de su pesada cobija de llamas blancas. A elevadas horas de la noche, o tempranas de la mañana, como quiera que guste tomarlo el que descifra este texto, el acontecimiento de la noche pasada se repite unas segunda vez. En ésta ocasión, una de las llamas que rodean la cama de Martín y que lo observan fijamente se acerca más a él y le olisquea la cara. Martín, estacionado entre la conciencia y la inconciencia no siente el miedo en ese momento, eso será después hasta que las llamas nuevamente desaparezcan, por ahora lo único que siente, además de frío intenso que taladra sus huesos, es el dolor en los ojos de la luz que despiden los blancos pelajes de las llamas bañadas con luz de Luna, y el cálido vapor emanando del hocico de la llama impregnándosele en la cara. Martín cierra los ojos fuertemente para impedir que la luz lo lastime y tan pronto como se asoma de nuevo por entre sus dedos las tres bestias ya no están ahí, la cobija está hecha una bola a sus pies y la oscuridad reina de nuevo sobre su habitación. Es ahí donde el pánico se apodera del pequeño Martín, siente ahora que su cuerpo es una bola de nervios, una pesada albóndiga hirviente, y venciendo de un zarpazo el miedo de moverse corre hacia la habitación de sus padres pasando por la puerta de entrada que, corrobora, está firmemente cerrada. Los padres duermen tranquilos, así lo hacen cuando laboran mucho y sus quehaceres son honestos, Martín está a punto de despertarlos a gritos pero considera los perjuicios que eso pueda conllevar el día siguiente, así que con todo el pesar del mundo en sus hombros, que es demasiado para un niño en sus ocho, decide regresar, no a su habitación, que ahora considera maldita, sino al torcido catre que sirve de sofá en el cuartucho que sirve de sala en su choza que sirve de casa. Vale más dormir torcido que morir de miedo en su habitación. Quédense pues por el resto de la noche las tres llamas blancas estampadas en el campo gris de la cobija donde viven, que ahí es donde deben estar.
-¿Qué hace Marti ahí en el catre?- se dice uno. – ¿Habrá caminado dormido?- se pregunta el otro. –Quizá orinó la cama- supone un tercero. El primero, adhiriéndose a su explicación original, defiende a su pequeño hermano que está aún inmerso aún en una densa niebla onírica. –No, no, Marti no orina la cama desde hace mucho- La mamá evalúa la situación con una risa que no logra esconder. – ¿Y bueno pues, explícanos el secreto, qué hace Marti ahí?- -No sé si esté relacionado, pero ayer estuvo hablando de una tonta pesadilla, algo sobre llamas en su habitación que lo miraban fijamente alrededor de su cama.-, Generalmente, las orquestas son de música, sin embargo, ésta lo es de risas y carcajadas. –No sean así- dice la madre, -Lo van a despertar. Además el pobrecito sigue tan enamorado de Amandita, yo creo que esa niña me está volviendo loco a mi pobre hijo-, -Pues tiene buen gusto éste cabroncito, se parece a mí- sentencia el hermano mayor. Martín bosteza y estira los brazos sin saber que su tribu lo rodea. –No se vayan a reír, lo van a hacer enojar- pide la madre, -hagan como que nada pasa-. Pero los hermanos menores están hechos para ser el blanco de las bromas de sus hermanos mayores; ¿habrá la Sicología estudiado éste fenómeno, habrá sido considerado por alguna autoridad religiosa, habrá constado este hecho en algún tipo de escrito de sabiduría milenaria o enmarcada por el tema de alguna obra artística de envergadura? La respuesta a ésta larga pregunta no importa, lo que ahora nos concierne es el hecho de que las pedradas, las primeras indirectas y que dan una advertencia inicial y las segundas que comienzan a rozar las orejas de Martín para, una que otra, darle de lleno en la cara, causan un efecto de evidente malestar en el niño. Primero se frunce el pequeño entrecejo, noticia de que sabe que algo se ha comentado a sus espaldas, después le viene a la mente la nítida imagen de las llamas alrededor de su cama, y el sentimiento de enojo se mezcla y confunde con uno de temor. Escapar de ahí es preferente, así que el pequeño Martín sale corriendo a su habitación no sin antes decirles a viva voz: -Vayan a comer mierda cabrones-. – ¡Esa boquita Martín!- la madre censura, pero Martín encolerizado regresa y le suelta una patada a su hermano mayor quien, inmune a los iracundos golpes de su hermano, responde tan sólo con una risotada, golpe éste, más nocivo, hiriente y dañino que cualquier otro. El pequeño Martín llora por horas, se golpea él mismo la quijada con puños pequeños pero de nudillos filosos, se tumba de boca sobre la cama y la patea, más siente que su madre haya dicho lo confesado que sus hermanos lo hayan tomado como pasatiempo matutino. La madre sabe que esto es así y sintiendo la culpa recaer sobre sus incipientes canas muestra su rostro afligido en una puerta entreabierta. –Marti, ¿puedo pasar?- Aventarle una almohada a la cara a la mamá es la respuesta que su madre merecería, pero eso le traería más problemas aún. Ésta no es forma de pasar el último día de vacaciones. –Perdóname Marti, no pensé que tus hermanos lo tomarían en broma-, Llorar también es una respuesta. –No te pongas así, sólo lo hacen por molestar; si te reconforta saberlo ellos también tuvieron pesadillas que los hicieron llorar como niñas asustadas, y Damián, aquí entre nos, se orinó en la cama hasta los seis años-, Por fin una sonrisa se escapa del atribulado y rojo rostro de Martín, -¿De verdad?-, -Ahá-, Es ahora Martín el que suelta la risotada, -Anda Marti, aprovecha tu último día de vacaciones. Por cierto, me dijo el papá de Amandita, por si quieres saberlo, que ella irá a visitar a su tía, así que podrías estar en la plaza cazándola, y cuando pase ¡pum! te la encuentras por casualidad, ¿qué te parece? Los ojos del muchacho se iluminan y dos o tres latidos de su corazón envían dos o tres litros de sangre a su cabeza. Martín se levanta de un brinco y dispone lo necesario para tomar un baño; así de poderosa es la influencia de una pequeña mujer sobre un pequeño hombre. – ¿Ya dejaste de llorar chilletas?-, -¿Tú ya dejaste de mearte en la cama?- responde rápidamente Martín. Las carcajadas hacen ahora blanco en el rostro transfigurado del hermano mayor. Martín ha cerrado la puerta del baño antes de que su hermano lo pudiera alcanzar.
Qué sentimientos diversos son los que un infante puede llevar a cuestas en un corto periodo de tiempo. Déjenle a un niño la tarea de llevar un sentimiento a un extremo. Ahora, es la ilusión amorosa lo que invade la mente de Martín, tanto como una canción hermosa que logró apoderarse de uno y que se repite una y otra vez a lo largo de todo el día. Amanda estaba preciosa ésta mañana cuando la vio junto a la fuente, su boquita rosa le sonrió y dejó ver unos pequeños dientes blanquísimos; cuando le besó la mejilla un suave aroma a margaritas silvestres se desprendió de su pelo, y su piel era suave y cálida como un bombón cerca del fuego. Platicaron por largo rato, ella rió de sus bromas y aceptó agradecida un enorme durazno que él le regaló. Secretamente lo había comprado minutos antes de encontrarse con ella sólo con el propósito de regalárselo. El día siguiente sería el primer día de clases después de unas largas vacaciones y él empezaba con el pié derecho. Volvería a ver a sus amigos y habría mil cosas que hacer después de clases. Habrá que ver que clase de profesor le tocará, quién tendrá que sentarse a su lado, y lo más importante, si Amanda estará en alguno de los equipos que se formen para las diferentes materias. Así, recostado sobre la cama mirando el techo y alucinando con las vistas y esencias de Amanda, escucha a su madre en la habitación preparando su ropa y colocando todo lo necesario en su mochila, y a sus hermanos jugando ajedrez en la sala. De súbito le viene a la cabeza el recuerdo de las llamas. Parece tan distante que ahora no le produce miedo, tan sólo intriga y paradójicamente diversión; quizá le caiga muy bien el regresar a clases y mantenerse ocupado con otras cosas en la cabeza aparte de llamas macabras en su habitación. Además, se imagina lo ridículo que sería que uno de sus compañeros le confesara que tres llamas blancas lo visitan a mitad de la noche, así que decide simplemente dejar de sentirse un niño desvalido y empezar a comportarse como un hombre que tiene responsabilidades, deberes y si la buena suerte lo acompaña, hasta una mujer a su lado. Así, que pasado el desfile de minutos que celebran la hora de ir a dormir, Martín toma con decisión su cobija de llamas, se cubre con ella y duerme tan estáticamente como una roca clavada en la superficie lunar. Las llamas nocturnas, no obstante, son invulnerables a cualquier tipo de accidente geográfico, este dentro o fuera del planeta, así que hasta la Luna y su Mar de la Tranquilidad van de nuevo a interrumpir los dulces sueños de Martín. La escena ya conocida se repite una vez más, el frío increíble, la cobija que ya no está y las tres llamas blancas y brillantes rodeadas de niebla y luz alarmante que ciega sus ojos. A pesar del sabor de aluminio en su boca no hay miedo, tan sólo desconcierto e incomodidad, una llama olisquea el rostro de Martín y un poco después una segunda se acerca y comienza a jalonearlo del pantalón de pijama que ahora trae puesto; lo que debería de permanecer inconsciente y no lastimar se hace consiente y produce al fin un daño; la adrenalina se dispara en forma de un grito de terror que no sólo hace que su familia entera llegue corriendo hasta su habitación, sino que desaparezca luz, frío, niebla y llamas a granel. La luz eléctrica se enciende y la cobija está hecha una albóndiga a las espaldas de Martín. Los hermanos deciden ésta vez mostrarse compasivos con el pequeño, pues ahora muestra una cara que expresa un real tormento y aflicción. Todos lo abrazan, la pesadilla ha terminado le dicen, y lo intentan alegrar a costa de buenas predicciones sobre Amanda y él. El simple sonido de su nombre disipa sus miedos, el vocablo “Amanda” es ahora un hechizo que cura malestares y alivia aflicciones. En una hora y media más se habría despertado de cualquier forma para prepararse e ir a la escuela, así que decide llenar la vieja tina de metal con agua hirviendo y, a manera de pato, quedarse en el agua cociéndose la piel hasta la hora indicada.
Martín Cifuentes crecerá y será un hombre feliz, el año escolar lo pasará bien y Amanda será su primera novia hasta entrar a la secundaria, no habrá obstrucción en su camino, ni enfermedad en su cuerpo o meta que no pueda alcanzar, será un buen jugador de fútbol y se ganará el respeto de su manada, la otra manada, la de amigos; la manada que es de llamas no volverá en las noches a visitarlo. Dormirá con temor un par de días y después se convencerá a sí mismo de lo irracional de la situación. La cobija será doblada, guardada y también olvidada. En unos años será más alto que sus hermanos e incluso logrará tener estudios más elevados que el resto de su familia, lo que lo llevará a radicar en la capital a unas cuatro horas en auto del pueblo en donde nació. La primera vez después de algunos meses de vivir en aquella ciudad llegará con un bonito auto nuevo que los vecinos celebrarán y a los hermanos servirá de orgullo, al padre se le llenarán los ojos de lágrimas y la madre lo celebrará con infinito amor. Martín gozará de cierta celebridad en su pueblo, será “el muchacho ese que se fue a la capital a trabajar”, se convertirá en el “mejor estudia para que seas como Martín y también te hagas de un buen trabajo y un coche”. A los 25 años se casará con una linda y educada chica de la capital y Amanda será invitada de honor en su boda junto con su esposo y un par de hijos. Martín tendrá un par de hijos también y será un padre responsable y cariñoso. En algún momento usará la historia de las tres llamas para corregir a sus hijos; les dirá: -Si no se portan bien van a venir las llamas a morderles las pijamas-. La esposa sabrá la historia y juntos reirán de ella. –Ay Martín, tú sí que estás un poco loco-. Una boda en el pueblo será la que sirva de pretexto para que Martín viaje en auto un viernes por la noche de la ciudad a la casa donde nació, su esposa e hijos tomarán un autobús por la mañana para alcanzarlo el día siguiente. Ya en la carretera, siguiendo líneas blancas intermitentes estampadas en el concreto, Martín irá celebrando el plan de un fin de semana en su pueblo, verá a sus amigos, comerá la comida de su madre y charlará mucho con sus hermanos, piensa en abrazar a todo el mundo, en decirles que los quiere, que los aprecia como a la mejor familia que alguien pudo tener; también les lleva a todos un pequeño regalo, nada caro, sólo algo significativo. No era una rata enorme ni un conejo, parecía una roca de río muy grande pero tan sólo era un armadillo asustado que se detuvo a la mitad del camino. Accidentes como éstos han habido innumerables, y la secuencia de lo que a continuación sucedió es bastante predecible. La impresión inicial, el volantazo que exige como respuesta, los rechinidos unísonos de las llantas dejando su plástica piel embarrada sobre el pavimento como jalea de higo sobre tostada, las partículas suspendidas de diferentes materiales, tierra, hule quemado, astillas de vidrio y metal, sangre, después, la caída del auto por el barranco, que a manera de magneto gigante, atrae hacia sí mismo irremediablemente el pesado objeto de metal. Una roca gigante y un árbol que hacen equipo para levantar el auto y darle un par de vueltas antes de que impacte con el suelo. Martín se proyecta violentamente a través del parabrisas y cae de espaldas unos metros más abajo. Muchos huesos se han hecho filosas astillas en su interior. El conocimiento se pierde, tanto el adquirido a través de los años como el de que uno existe, el de que uno es. Ahora hay silencio y una nube grande de polvo baila desgraciada sobre la escena, las luces del auto con las llantas para arriba permanecen encendidas e iluminando la trayectoria del polvo que asciende y remolinea y, más abajo, el cuerpo inmóvil de Martín. El armadillo, sin un solo rasguño o daño más que un corazón acelerado por un súbito susto, decide entonces que puede seguir avanzando y se pierde entre los arbustos. Quizá pasa una hora, quizá son sólo una decena de minutos y Martín cobra conciencia de sí mismo. Tiene un frío que quebranta su voluntad y se da cuenta de que se encuentra completamente inmóvil. Abre los ojos y entonces las ve. Tres llamas blancas y brillantes lo rodean y fijamente lo miran con enormes ojos negros, con las luces del auto volcado a sus espaldas su pelaje blanco parece fulgurar con luz propia en la oscuridad de la densa noche. El viento, de vez en cuando, mueve violentamente los arbustos y levanta tierra que iluminada también parece una densa neblina. Martín piensa, -Por cuánto tiempo dejé de verlas- Hace 30 años que las llamas no eran más que un mito, un recuerdo borroso aunque a veces insistente de que eso no había sido una simple pesadilla. Una llama se acerca y comienza a olisquearle la cara, su hocico caliente despide pequeñas ráfagas de vapor al salir, Martín no siente miedo porque sintiéndose familiar con la situación sabe que otra llama se acercará a morderle el pantalón. Unos segundos bastan para cumplirse la predicción, la segunda llama se acerca y comienza a mordisquear su pantalón y luego a tirar de él insistentemente mientras la tercera observa todo con atención, como si fuera la llama supervisora que cuida el trabajo de sus subordinadas. No hay más predicciones que hacer, es en éste punto de la historia donde él despertaba con un pánico profundo cuando tenía ocho años, pero ahora, aunque inmovilizado por completo, está bien despierto y conciente; como sea que esto continúe será nuevo para él. Nada cambia por un par de minutos, tan sólo la llama que mordisquea su pantalón se ha vuelto mucho más insistente. Una suave voz femenina lo cuestiona, -Martín, ¿acaso ésta vez no piensas despertarte?- Llevando al extremo la rotación de sus ojos sobre sus órbitas percibe una figura humana frente a él. Es la abuela que le sonríe y extiende la mano. –Ven conmigo, es hora de despertar- El dolor se ha ido por completo y Martín siente la muerte llegar en forma de una cubetada helada de felicidad sobre su corazón. La luz es más brillante aún, Martín se levanta, toma la mano de su abuela y entonces lo comprende todo; ella ha tejido para él una linda cobija con la figura de tres llamas blancas, pero también ha tejido el puente que lo llevará de la vida, a lo que dicen, es la vida del más allá.
---Lo dedicaría a Vargas Llosa que es Peruano y es escritor, pero supongo que él ya es un hombre de por sí dedicado.---
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