De los cinco hijos el cuarto había muerto. Nadie lo vió caer de la empinada ladera, pero cierto es que los elementos que lo rodeaban habían contado la historia. Ahí estaban las huellas de la gacela que había perseguido e intentado acorralar a las orillas del peñasco, ahí sobre la tierra las líneas sinuantes de la serpiente que a su paso lo habían hecho perder el equilibrio y finalmente caer, ahí sus propias huellas descalzas, acometidas al principio, vacilantes y perdidas al final. Una marca profunda del último talón que había hecho contacto con la superficie mostraba cínica su naturaleza. Al fondo, su propio cuerpo tendido en jirones sobre la maleza, la roca manchada el filo de sangre y su cabeza en el centro de una charca de rojo óxido sanguíneo. Hormigas de cuerpo granate habían presenciado el suceso y habían cubierto con una manta de puntos móviles un rostro inerte de ojos abiertos, esferas opacas de lechosa superficie negra desplegadas hacia el cielo para el disfrute de las nubes que sobre ella patinaban. Su cuerpo fue transportado a la aldea, a través de ciénagas y pastizales, que una vez tuvo un nombre pero que ahora ha cobijado el olvido. La sangre de su cabeza, la tierra pegada a su rostro fue también bañada con lágrimas, su madre había arrojado el mar por los ojos y balanceaban el cuerpo del hijo muerto en un vaivén de tristeza profunda. No importaba que tan sólo fuera uno de cinco, para una madre un hijo es a la vez un individuo y a la vez lo es todo. Paradójica realidad que quizá sólo ofende a la omnipresencia divina. Se había vestido la aldea de correspondiente luto y se había encaminado al difunto envuelto en mantas sobre hombros de familiares y amigos. Tambores y cánticos de ahogada tristeza acompañaban y rendían homenaje a lo que fue y había dejado de ser. Su cuerpo fue enterrado bajo la sombra de un árbol de tronco anudado: convenía a la familia y hacía juego con los brazos del abuelo que cavaba con esmero la tierra de arcilla seca, que una vez fue del color del fuego y ahora del de la ceniza.
De acuerdo con un conteo extenso y a conciencia del transcurrir de los objetos celestes un lustro había pasado, el hijo muerto, el difunto, había un día entrado caminando por uno de los senderos laterales de la aldea que el olvido había cobijado. Su cuerpo se había convertido en el de un hombre y había sido colmado de músculos férreos y una altura estelar, cicatrices sobre cicatrices cubrían su torso y sus brazos, quizá una vetas en su cara enmarcaban de costado sus ojos, sus carnes habían sufrido incontables laceraciones que se adivinaría portaba con orgullo. Su mirada reflejaba el regalo (o el castigo) de la sabiduría y la madurez de un varón forjado con trabajo intenso y experiencia. Su cuerpo entero era lienzo de extraños símbolos y colgaban de él adornos similares a los de las aldeas más lejanas, donde las vestimentas locales han cubierto las partes íntimas y el idioma está contaminado de Francés. Había pasado caminando justo al lado de su propia tumba, ignorándola por completo, desdeñando el hecho de que ahí mismo se había acabado, por lo menos para la aldea, su propia existencia. Una flagrante violación a las leyes de una lógica antigua, que quizá también había sido cobijada por el olvido. Había sido visto con miedo, con angustia, también con terror, y las gentes del pueblo se habían encerrado a su paso y habían sólo mirado a través del refugio de sus propias puertas y ventanas. El hijo muerto, el difunto, caminó sin embargo hasta la puerta de la que había sido su casa. Desde la distancia la señaló, como para cerciorarse de que aún la recordaba perfectamente, con una sonrisa se felicitó y profirió una alabanza que en una lengua desconocida significaba “gracias”. Reconoció a los perros que merodeaban las chozas de la aldea, quizá faltaba uno o dos pero también había un par de canes nuevos que a pesar de sus ojos benevolentes le ladraban obstinadamente, reconoció la disposición de los árboles y los arbustos que rodeaban su antiguo hogar y se empapó de toda la alegría que se había acumulado en el depósito del tiempo, lloró lágrimas de de una solución muy similar a la sabia del Baobab que limpiaron en líneas descendientes su rostro de polvo y tierra. Al llegar, quizo abrazar a su madre quien abrió la puerta al entender de ladridos una situación no común, un visitante extraño quizá, pero ésta lo abofeteó y pidió a gritos auxilio, las gentes de la aldea, incluídos hermanos y otros familiares, lo rodearon con machetes y lanzas y de no ser porque profirió su nombre a gritos habría muerto (quizá por segunda vez) en ese mismo momento. La madre prefirió el desmayo y el resto de la aldea la petrificación, se le consideró un espectro cubierto por símbolos ilícitos, un demonio encerrado en un cuerpo de hombre, una completa distorsión de la realidad, una afrenta personal al orden establecido por los dioses encargados de la administración del lugar, se le rodeó y se le ordenó ponerse de rodillas, en un batir de alas de colibrí estuvo atado de pies a cabeza. Una vez recuperada la cordura y de cierta forma la sanidad, la madre recobró fuerzas, tomó agua y con esmerado sigilo se convenció de que era necesario acercarse al individuo que, acaso, no sólo clamaba ser su hijo, sino prácticamente un hombre que había vuelto de la muerte. La aldea esperaba con morbosa impaciencia su entrevista. No sólo la de una madre que no ha visto a su hijo en cinco años sino la de un vivo con un muerto. Mientras tanto, se dilucidó en una junta especial de los jefes de la aldea sobre la ardua tarea, no por la dificultad de la labor física sino por el peso moral de la profanación, de cavar nuevamente el lugar donde ese difunto que ahora se mostraba frente a todos como si nada había sido enterrado. Se hizo traer a tres de los hombres más valientes de la aldea, quizá previamente expuestos a los humos y a los poderes de hojas mágicas de los magos, y entregadas las herramientas se dieron a la tarea de abrir nuevamente lo que había sido cerrado, de desenterrar y traer del pasado al presente la evidencia de lo que ya había sido olvidado.
¡No había muerto! el difunto había jurado, había estado más que vivo todo este tiempo, es verdad, se había golpeado la cabeza fuertemente al caer, aún tenía la cicatriz, y se la tocaba, y se la mostraba al resto de la gente que presenciaba la entrevista, pero después de estar tumbado ahí en la maleza por largo tiempo una tribu que nunca había visto había aparecido y lo había socorrido, llevaban agua en unos depósitos que no conocía y le habían humedecido la herida de la cabeza con la misma mata con la que se fabrican las balsas y con lodo y lo habían hecho dormir frotándole unas hojas desconocidas en la frente, no recordaba nada durante el trayecto, pues lo habían transportado a otro lugar, tan sólo sabía que el camino había sido largo, quizá había durado días, el sol y la luna pasó sobre su cabeza por lo menos tres veces, pero en realidad no sabía, pues el tiempo que había transcurrido estaba entretejido con fibras de inconsciencia y caos, y repetía su nombre una decena de veces. Sólo recobraba un poco de cordura al tomar agua o mascar una solución hecha con flores secas que lo reanimaba gradualmente. Algo sí tenía muy claro, algo que se distinguía del resto de los recuerdos viscosos, ésta tribu caminaba con leones. Se desplazaba de un lugar al otro siempre en continua compañía de leones grandes y pequeños, en medio de la tormenta que golpeaba su cabeza podía verlos siempre a su lado, y aunque no tenía las fuerzas ni la coherencia necesaria para sentir miedo podía reconocerlos e incluso recordar su nombre, olerlos, escuchar sus bostezos cuando la tribu se detenía a descansar. Los hombres de esta tribu hablaban una lengua extraña pero dulce, armónica aunque acaso monótona, y habría jurado que el nombre del león en esa lengua era de un carácter sagrado, que se debía enunciar con respeto. Durante el trayecto, había reparado en las respiraciones de los leones a su lado, había detenido la mirada como hipnotizado, en su pelaje de ocre ondulándose con el viento y sus lenguas rugosas que trazaban sobre sus cueros la húmeda superficie de la higiene felina. Cuando hubo por fín despertado, los hombres de la tribu extraña se alegraron y le brindaron el sustento necesario para su total recuperación, abrazándose a ellos mismos le hicieron ver que los leones eran de su carne y que no había por qué temerles, de sus pieles pintadas de gris y cobalto colgaban esmeradas joyas y amuletos tal vez fabricados por dioses más poderosos que los suyos, el líquido que le hacían beber mitigaba el dolor, pero era también un brebaje que acrecentaba su lucidez y que le permitía observar con más detalle las apariencias. Seis docenas de ojos, humanos y felinos lo miraban amistosamente, no había necesidad de regresar a la aldea, se le consideraría perdido pero de pronto buscaría la forma de hacer saber que estaba bien, rodeado de todas esas cosas desconocidas que llenaban sus pupilas de maravilla no había forma de sentir urgencia en volver. No lo hizo.
De esa gente aprendió el idioma, las costumbres, aprendió la naturaleza del porqué de sus acciones y adoptó sus gestos, estableció vínculos con unos y otros y perfeccionó las habilidades que el grupo apremiaba. Con el tiempo su valor irreprochable se hizo necesario para obtener el sustento de su comuna, donde hombres y leones se desplazaban de alba al ocaso en busca de presas. Los unos discernían los elementos en la tierra olfateando para localizar a las presas, los otros fabricaban armas y herramientas, los primeros alcanzaban a la presa y la acorralaban, los otros tendían trampas y encendían el fuego, unos proveían al grupo del bien sagrado de la seguridad, otros hacían mezclas de plantas y raíces para curar enfermedades y sanar heridas, nunca hubo una sociedad simbiótica tan armónica, nunca sobre la faz de la tierra que nutre este Sol. De los leones aprendió el significado de una amistad libre de traición, espejo fiel de la naturaleza animal y modelo de los valores de la tribu. Mordiscos y arañazos (el motivo de sus mil cicatrices en la piel) no fueron más que las miles de horas dedicadas al juego con los leones. Y al cabo de otro lapso de tiempo se enamoró, y la aldea, ya de por sí olvidada se convirtió en un pedazo negro de carbón incrustado en las paredes de la cueva más oscura, quizá fue sólo la madre el diamante escondido dentro del carbón, aún precioso y de carácter inmutable. De la mujer gris y cobalto pendían gemas verdes que denotaban, si no su nobleza por lo menos su rango, y de ella tuvo dos hijos, les dió nombres hídricos acordes a su nueva tradición con el fin de conjurar el agua en esas regiones secas y donde la lluvia solo favorece a la tierra menos de una decena de veces por año. Los enseñó a no temer a los leones pero al mismo tiempo a no interrumpir su sueño o infringir ciertos límites impuestos previamente por las costumbres. Una pequeña sociedad nómada: pacífica y autosuficiente, en guerra sólo con el hambre cuando la tenían, con el frío de la noche, con los caprichos irreconciliables del tiempo. El difunto, quizá en su infancia, había soñado una noche de paz y calor vivir así.
Una gran cacería sucedería un día, al menos seis gacelas habían quedado atrapadas sin querer entre los límites de un peñasco (no la parte de arriba sino la inferior, amurallada de rocas infranqueables por las gacelas y quizá a la orilla septentrional del mismo peñasco por el que al difunto se le considera como tal) unos gigantescos matorrales de espinas y un par de leones que iban a la delantera. El resto de la tribu aprovechó esta gracia divina e inmediatamente cerró el círculo que dejaba a las gacelas sin salida, el difunto escaló el peñasco para observar la posición y encaminar un ataque más certero, pero al llegar a la cima una patada más fuerte que la que una gacela podría dar lo golpeó en la cabeza: la memoria. Reconoció en ese instante las orillas del camino que lo habría de llevar a su antigua aldea, por instantes su cabeza se giró para seguir el curso de la caza, pero pudo más la curiosidad del recuerdo, en sueños de parpadeo vislumbró la cara de su madre y sintió apremio por abrazarla, caminó hacia el sendero que lo llevaría de regreso a casa, acaso se volteó para avisar desde arriba que pronto los alcanzaría. Primero a trote y después caminando surcó las ciénagas y los pastizales que lo separaban de su antiguo hogar, a cada paso los recuerdos se acrecentaron e invadieron su cabeza hasta convertirse en emoción, deseos profundos de ver a su madre y quizá a sus hermanos. En poco tiempo había alcanzado las primeras chozas de la aldea que ahora eran más y estaban más afuera de lo se acordaba. Caminó lo suficientemente rápido como para ver pronto a su madre y lo suficientemente lento como para ver qué había cambiado y qué seguía igual en su aldea, en unos pasos más ya estaba ahí, le ladraron los perros, su madre abrió la puerta, la quizo abrazar.
Los tres hombres valientes que cavaban por doquier, bajo instrucciones de los jefes de la aldea y protección del mago, en el preciso lugar donde el difunto fue enterrado no encontraron nada, se les dijo que no era posible, que siguieran cavando, que buscaran hasta encontrar, pero el encontrar nunca llegó, se sugirió que el lugar estaba equivocado, pero no había duda de que el árbol de tronco anudado era el lugar definitivo, los vestigios de cualquier evento en el pasado había desaparecido, se le consideró al difunto entonces como un milagro, como evidencia de los favores divinos, la aldea se había portado bien y conducido por buen camino alardeó el jefe, se le soltó y apremió, el cuarto hijo pudo después de cinco años volver a abrazar a su madre.
- Epílogo -
El difunto vive de nuevo en la aldea, después de un par de días de estar en compañía de su madre quiso regresar a su tribu pero no la encontró, por más que intentó encontrar las huellas humanas o felinas y guiarse por ellas hasta alcanzarlos le fue imposible rastrearlos, ha intentado posteriormente, innumerables veces sin éxito regresar a la tribu que camina con leones, se ha perdido varias veces en su búsqueda y ha sido al cabo de un poco tiempo encontrado, derrotado y con una enorme sensación de frustración, el difunto llora y habla incesantemente de sus hijos y de su mujer, explica la gran valía que para él tiene la amistad con los leones. Nunca nadie ha escuchado hablar de tal tribu, mucho menos la ha visto, nadie conoce la lengua que él aprendió ni la relaciona con nada. Los leones que había en la región hace mucho que desaparecieron, mucho más de un lustro, si apenas su abuelo vió uno de niño, se dice que los que quedan merodean en las praderas de países muy distantes, y son salvajes y hay que tener cuidado con ellos. A veces se le encuentra sentado en el borde del peñasco de donde cayó, pensando, intentando encontrar respuestas, añorando lo perdido. Su madre teme que vuelva a caer o que con determinación se arroje al vacío, pero el difunto, después de todo llega siempre a la misma conclusión, una que le brinda una especie de alivio, antes de regresar a la aldea arrastrando los pies y con la cabeza gacha siempre profiere el nombre secreto de una deidad poderosa y extranjera, los nombres hídricos de su mujer e hijos y una alabanza en una lengua desconocida que significa “gracias”.
Tangente de "El cuarto hijo"
Los nombres hídricos
Conformados evidentemente por partículas líquidas; quizá de construcción forzosamente onomatopéyica; se los enuncia por vez primera, se los deja fluir y al cabo aparecen húmedos, chasqueando de vitalidad, envueltos de rocío y reflejando enmarañada luz que danza sobre las superficies cuando se les toca con el Sol. Para comprobar su eficacia se repiten cientos de veces, si la sed desaparece es que los nombres funcionan y que son verdaderos, y entonces se procede a un rito cristalino. Se ha dicho que ahí donde los hombres tienen pintadas las caras de rojo y amarillo, y donde no hay compasión ni virtud que los haga llamarse hombres, es tortura de uso común el hacer a la víctima repetir los nombres hasta causarse el ahogo. Por su parte, se cuenta que los sabios de las perdidas tribus del sur, donde son los jefes los ciegos y los mancos (unos ayudando siempre a los otros), han apaciguado la sed de poblaciones enteras al conformar estanques, tan sólo multiplicando por cientos de miles su enunciación con ayuda de ecos fabricados por ellos mismos. Nombres hídricos multiplicados por ecos u otros espejos de sonido, que se adaptan a los fondos caprichosos de los diversos cuencos que se disponen y adoptan su forma, que con el Sol se evaporan y suben al cielo donde se pronuncian a sí mismos; y así llueve, y así se nutre la tierra, y así las gentes y todos los seres pueden vivir.
Quizá también así, cuando las gotas caen sobre los hombros y el torso desnudo del difunto, es que él recuerda a su mujer y a sus hijos. Hilos del preciado líquido descienden también por sus mejillas.